Texto: Miguel Mouriño
Los ojos son la ventana del alma.
Quien lo dijo sabía de lo que hablaba.
A través de los ojos uno puede conocer el color del alma de quien nos mira y no solo eso, pueden conocerse – una vez que uno aprende a escrutar en las miradas ajenas- las intenciones de nuestro interlocutor, la textura de su corazón y las emociones que de este fluyen. La ventaja de las ventanas es que son un camino de doble vía, uno puede ver a través de ellas y mirar lo que hay del otro lado y el resultado de la visión depende del lado en que uno se encuentre. A través de los ojos, uno puede asomarse al alma de los demás, a sus corazones, pero también puede transmitirles una visión, un sentimiento, un color, una textura, una idea o un mensaje. Eso es lo que el maestro León Vega hace con estos cuadros. Cada uno de ellos representa una ventana, no solo hacia una imagen de las miles y miles que componen el universo del basto bagaje de la imaginería del pintor y su muy particular visión del mundo, si no hacia un sitio habitado por un cosmos de colores, que representan los sentimientos que invaden el corazón del artista cuando pinta y expresa no solo ideas o sentimientos, si no también sonidos, representados en notas coloridas que a cada pincelada crean una sinfonía de formas y de texturas que el maestro dirige con el pincel a modo de batuta y que se plasman en el lienzo, en oleicos trazos que lo tienen a él mismo como el primer testigo de su creación.
Cada ventana se yergue sobre el caballete frente a nuestra mirada, frente a nuestros ojos que miran a través de ellas y penetran a su interior, se adentran por las profundidades del alma del pintor y se pasean por su corazón. Cada textura nos dice algo, cada color, cada trazo, son como una frase, que van poco a poco componiendo un discurso, arengando a nuestro ser interior a interpretar los mensajes, a identificar cada imagen, cada textura. Del rojo del fuego pasa al de la sangre y luego al amarillo del Sol; del azul helado de la muerte pasa al azul de la distancia, que es como el tono que envuelve a los montes en el horizonte y que no escapa de la nostalgia, sino que la evoca, como a la lluvia, fría como los tonos azulados que el maestro esparce sobre la tela. Los verdes son de campo, de paisajes y días de monte, tardes donde el Sol y los pájaros fueron testigos de las conversaciones y los momentos que compartiera con el amigo querido, pintando y dibujando juntos y el arco iris de tonos que juegan con la vista y ofrecen la textura casi frutal como apiñada, de una ventana hacia un lugar innegablemente tropical del corazón del autor. El caballo aparece como en toda la obra del maestro León, cabalgando esta vez por un sendero de texturas que se convierten en una sensación de fuerza, belleza y libertad y que se agitan como la crin de un suave corcel, haciendo sentir el viento que manso, la mece frente a nuestros ojos. Los tonos ocre, oscuros, con algunas luces, que delatan la tristeza, lo amargo, que como el sabor del café, llega a la garganta cuando uno los mira; la textura rasposa, incómoda, del sentimiento apagado, alejado de la luz y de la alegría; el espacio casi sin sonido, sin notas; el silencio agazapado tras la muerte del amigo querido… Ese silencio que imposibilita casi la expresión, es vencido en este caso por el talento del maestro Vega, que lo rasga sin violencia, simplemente a pinceladas, simplemente abriendo para nosotros esas ventanas, hacia su interior.
Con honestidad y valor el maestro Vega nos abre ese camino de doble vía hacia su alma, hacia su universo propio y nos regala esa posibilidad de viajar hacia el interior de alguien que sin duda, descubriremos muy parecido a todos nosotros.
Miguel Mouriño
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