Los criadores de caballos
En uno de los territorios más inhóspitos del mundo, pueden observarse las huellas del Gengis Khan. Todavía sus lejanos ancestros siguen practicando el nomadismo, viven en carpas redondas y se dedican a criar ganado, especialmente caballos, animales que, con su galope, les permitieron construir un fugaz imperio. Si bien hoy en Mongolia –con 3 millones de habitantes– hay 6 millones de caballos, sólo quedan 100 Takhis, una antigua raza equina que vive en libertad y, como los propios mongoles, luchan por vencer al tiempo.
Mongolia es un huevo escondido entre dos gigantes, Rusia y China. Así luce en el mapa esa mancha descolorida de donde salió hace casi mil años su personaje más famoso, el gengis Khan (1167-1227). En menos de 100 años, sus hombres habían avanzado hasta el europeo río Danubio, conquistando reinos en la actual Hungría, China, Corea, Rusia e Irán para fundar el imperio más grande de su tiempo, que se esfumó con su propio carisma y su genio. De esa época, sólo queda el infatigable culto al gran Khan, unos cien equinos de la raza Takhis y las costumbres nómades de su pueblo. Tanto esos imponentes corceles salvajes como los pastores trashumantes intentan evitar, día a día, el mismo destino que el imperio mongol: la desaparición.
Su capital, Ulan Bator, tiene 800 mil habitantes y se destaca por tener un cielo denotadamente celeste, un horizonte sin fin, un silencio asombroso y un constante olor a grasa de cordero. La estepa no sólo invade la diminuta urbe sino que también sigue dominando el alma de sus habitantes; muchos de ellos han sido criados en lo que para el resto de los mortales parece ser la nada y migraron en los años recientes a la ciudad tras la habitual ilusión: conseguir empleo, lograr bienestar, hacer una fortuna.
Al marchar de la ciudad marcada por el estilo soviético, los visitantes descubren que las rutas duran lo que duran los refrescos comprados al partir; y pasan a comprender que el asfalto –tan naturalizado en Occidente– no es más que una invención, tan artificial como cualquier otra. Cuando finalizan los caminos, el vehículo ruso se desliza por la tierra como los barcos lo hacen en el mar. El jeep flota entre el cielo y la tierra. Al anochecer, un manto negro con grandes lunares cubre el territorio. “Las constelaciones guiaban a los jinetes”, explica el guía para reforzar el parecido con los marinos.
Hans no tiene gracia. El rostro del antropólogo alemán es aburrido y austero frente a los semblantes dorados y de pómulos alzados de los mongoles. “El Gengis Khan tiene fama de terrible asesino porque su gloria fue elaborada por los que lo padecieron, grupos que él derrotó y que luego expulsaron a sus herederos”, explica intentando no caer en el academicismo. “Pero hizo las mismas atrocidades que hacían todos los emperadores de la época”, agrega permitiéndose un dejo de pasión; un desenfreno esperable en los locales, no en un científico ario. Intentando camuflar el fanatismo con el cual envuelve a su objeto de estudio, enumera los aportes del Khan a la civilización: logró aumentar el intercambio entre Oriente y Occidente por la ruta de las sedas; impulsó la libertad religiosa favoreciendo la asimilación cultural; otorgó inmunidad diplomática a los embajadores.
Además, el alemán se jacta de las contribuciones al “arte de la guerra”: equipó a los caballos con estribos –invento tecnológico de los Hunos que no había sido copiado por otros pueblos, brindando mayor estabilidad a los jinetes y permitiendo que éstos pudieran disparar sus arcos mientras cabalgaban–; toda una letal novedad. También fue el primero en desarrollar técnicas de inteligencia para estudiar a los rivales y planificar los ataques. En cierta ocasión, montó muñecos sobre los caballos para que diera la impresión de que dirigía un ejército aún mayor.
Con el mismo afán, expandió las comunicaciones y un sistema de postas para poseer la logística adecuada a tan vasto territorio. Parte de su mala fama, revela Hans, se debe a los recursos de la guerra psicológica, ya que el Khan se dedicaba a publicitar sus matanzas para causar pánico entre los rivales. Después de oír su enumeración, habría que pensar por qué se estigmatiza a este milenario guerrero y no con igual ahínco a quienes continuaron sus enseñanzas hasta nuestros días.
La figura del Khan todavía es motivo de debate y admiración. Algunos lo valoran por impulsar la confluencia de las diferentes tribus para garantizar la unidad territorial. Otros creen que su mayor mérito fue darle a los mongoles una identidad que resistió más de un milenio y perduró después de la invasión de China y el control de la Rusia soviética. “El 10% de los asiáticos porta un cromosoma ligado al gengis Khan”, ratifica el joven académico alemán. Tal vez, en su indescifrable linaje vibre algún ancestro que haya formado parte de las tropas que cruzaron las costas del río Danubio.
Sayá es un lejano heredero de las huestes del gran Khan. Lejos de lo que pueda pensarse, él y los suyos son amantes de la libertad, hospitalarios y solidarios, cualidades necesarias para vivir en la estepa. Su rostro, extrañamente, se asemeja tanto a los corceles mongoles como a la tierra que pisa. Al suelo por su color y aspereza. Al caballo Takhis, por la nariz amplia, su cuerpo retacón y sus ojos rasgados. Como sus ancestros, recorre el territorio en busca de pasturas para su ganado y para sortear las inclemencias del clima. Tanto por su vida nómada como por el suelo, no pueden plantar ni cocinar en hornos con grandes leños, características que repercuten en su dieta. Al invierno lo enfrentan con carnes grasas, acompañadas con arroz, papas o, si consiguen, harina. A la hora de cenar no discriminan: cordero, cabra, vaca, camello o caballo. En verano, disfrutan de lácteos como el yogur y del airag, una bebida alcohólica elaborada con la leche de yegua fermentada, un líquido blancuzco y agrio. Hace unas semanas, Sayá mató, junto a sus hijos, a un oso y luego, como es costumbre, realizaron la ceremonia íntima en la cual se disculpan por cazarlo ya que necesitaban su piel y su carne. Eso sí: jamás le cortan la cabeza para no dañar su alma.
Los últimos rayos de sol, astro venerado como fuente de bienestar, logran que todo el terreno se tiña de naranja, como en la superficie de Marte. Todo parece más extraño gracias a las gers, la tradicional vivienda redonda fabricada con paño blanquecino. Son como bonetes blancos con una punta que brilla. Sayá y su gente tienen varias por donde corretean sus nietos mientras sus madres hacen los quehaceres. Su familia las usa, sencillamente, porque siguen practicando el nomadismo. Sin embargo, es habitual que en las afueras de las ciudades se encuentren muchas gers, instaladas por aquellos que no pueden acceder a una casa de cemento o por melancólicos que añoran esa patria de todos los humanos, la niñez. Los mongoles creen que sus carpas puntiagudas marcan el ombligo del universo. Es claro que tienen razón: ante tales condiciones de aislamiento, las puntas del gers son el centro de su mundo, perdido en medio de la nada.
Toda cordialidad puede perderse si el visitante les apoya la mano en la espalda o si les acaricia la cabeza a los niños en señal de aprecio. Ellos creen que de esa forma pierden energía. Tampoco pueden prestar el cinturón o el casco. Tales creencias, según explican los expertos, se deben al cuidado que los antiguos guerreros le daban a la coraza que los protegía. La costumbre, ya librada de su auténtica razón de ser, perdura hasta nuestros días al igual que su gusto por las competencias de puntería con arcos, las de luchas y las carreras de caballos a campo traviesa, cuya máxima expresión es el tradicional festival de Naadam que se desarrolla el 10 y 11 de julio, desde tiempos imperiales.
Cuando se le pregunta por qué no se deja de transitar y se instala en una ciudad, Sayá explica que “sólo los pobres se van a la ciudad. Nosotros tenemos una fortuna: todos estos animales”. Si se le consulta a dónde va cuando alguno de sus nietos enferma, es categórico: “Nadie enferma viviendo como nosotros”. Si uno indaga sobre qué es lo que más le preocupa, responde: “Desde siempre cada mongol ha tenido dos corazones, uno era el suyo y el otro el de su caballo”.
El espíritu de Gengis Khan vive en los Takhis. Esa palabra que en mongol significa “espíritu” es el nombre que reciben los retacones, pero poderosos, corceles de la estepa. También se llaman Przewalski, en honor al naturalista ruso que los estudió y presentó en Europa. Sobre sus espaldas, el gengis Khan surcó Asia y enfrentó a sus enemigos. Cortos, fornidos y musculosos, son diferentes al caballo doméstico del mundo occidental. Posee unos grandes orificios nasales y rasgos faciales mucho más alargados y rectangulares. Su pelo es corto pero fuerte, de color amarillento o marrón; y su hocico es blanco, aunque sus crines son negras. Es la única especie equina emparentada con los primeros caballos que existieron en el mundo, por eso se parecen a muchos de los dibujados por el hombre prehistórico en las cavernas.
Desplazados por el ganado y otras especies equinas, en la actualidad sólo queda un centenar de ejemplares de Takhis vagando por las praderas dentro del Parque Nacional Hustai, a 60 millas al sudeste de la capital. Aparentan ser pocos, no obstante son muchos comparados con la media docena que se contabilizaron en 1970 cuando comenzaron las tareas de protección. Estos caballos salvajes que recorren su territorio en soledad y viviendo en manadas para enfrentar la austeridad de ese suelo, el clima y los lobos, son la mejor metáfora en la que se reflejan todos aquellos mongoles que luchan para conservar sus costumbres, su identidad y superar los peligros que ha afrontado este pueblo desde siempre.
0 comentarios:
Publicar un comentario