CUENTOS DE CABALLOS

     Nada más hermoso que esa extraña complicidad entre abuelos y nietos, aunque estén separados por montones de años de vida y experiencias.

- Y, dime abuelo, de verdad ¿montabas a caballo?.

- no hijo no, no eran caballos, eran mulas, dos mulas tan grandes como caballos.

- bueno, aunque se llamen mulas, ¿te dejaban montar?.

- Ya lo creo, en verano a la caída de la tarde, Paco y yo bajábamos andando hasta la huerta de río, las mulas pasaban allí todo el día porque estaban más fresquitas ¿sabes?, y a ultima hora las recogíamos para subirlas al pueblo, antes siempre pasábamos por la huerta del tío Emilio y cogíamos unos tomates de las matas para comérnoslos.

- ¿ No tenias tomates en tu huerta?.

- Claro que teníamos, pero era más divertido cogerlos del tío Emilio, si estaba por allí, empezaba a pegarte voces y nosotros salíamos corriendo antes de que nos azuzara al perro. Luego cogíamos a Carpanta y Rodera, les poníamos el bocao y nos montábamos como los indios.

- ¿los indios?, ¿qué indios?.

- Huy perdona, que tú no has visto películas del oeste, me refiero a que nos montábamos sin silla, directamente sobre el bicho y... ¡que bien se iba Julito que bien!.

- ¿Y echabais carreras?.

- ¡Que si las echábamos!, a todo galope hasta el pueblo, aunque otras veces subíamos despacio, dejándonos llevar; hasta una vez subí sentado hacia atrás ¿sabes?, como la mula ya se sabia el camino, yo iba sentado mirando para atrás viendo como el Sol se iba poniendo tras de la montaña.

- ¡Cómo mola abuelo!.

- Pues no veas cuando luego íbamos a coger los huevos al corral y...

La puerta de la habitación se abrió y una mujer con gesto serio apareció en el umbral de la puerta.

- ¡Abuelo! ¿que hace ahí tanto tiempo con el niño?.

- Nada Felisa, le estoy contando unos cuentos a ver si se duerme.

El anciano guiñó disimuladamente un ojo a su nieto y comenzó:

-Erase una vez una niña, a la que llamaban Caperucita..

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