domingo, 1 de enero de 2012

JOSÉ SANTOS CHOCANO



(Lima, 1875-Santiago de Chile, 1934). Su vida se vió marcada por una azarosa actividad política. Errante y turbulento, las mil y una aventuras -bajo este título se publicaron póstumamente sus memorias- que llenan la vida de Chocano darían cumplida materia para una novela o una película de intrigas y acción. Acusado de subversión, fue encarcelado a los veinte años. Desempeñó, muy de joven, algunas misiones diplomáticas de su país que le condujeron inicialmente a Centro América (Colombia) y España. De la ciudad de Madrid, donde vivió de 1905 a 1908 (y en la cual recibió la más cálida acogida literaria), tuvo que salir precipitadamente por estar envuelto en ciertos negocios turbios; y a partir de ese momento sus andanzas y malandanzas le volvieron a llevar a numerosos países de América.Fue consejero de Pancho Villa en México. Hizo en los Estados Unidos propaganda ideológica a favor de la Revolución Mexicana; y casi simultáneamente prestaba servicios especiales a un sombrío amigo, el dictador guatemalteco Estrada Cabrera.Condenado a muerte tras la caída de este último, logró el indulto y volvió a su país, donde el dictador Leguía le protegió, hasta que un altercado entre Chocano y el. En Madrid se había dado ya a la práctica de los recitales públicos de su poesía -hecha casi especialmente para ese fin: la declamación-, que luego continuó, y se dice que con grandes beneficios económicos, en las Antillas y otras naciones de la América Central y del Sur. Apenas residió en el Perú; pero allí, pomposamente y según las modas de la época, se le coronó como poeta en 1922. Sus últimos años estuvieron ya definitivamente marcados por el destino trágico al que apuntaba su vivir impetuoso. En Lima, hacia 1925, disparó al joven intelectual y periodista Edwin Elmore, que resultó muerto, el cual venía sosteniendo contra él (pero principalmente contra Leopoldo Lugones) una polémica ideológico-política en la que ninguno de los dos poetas quedaba muy bien parado. A consecuencia sufrió un año de cárcel (antes, y en varias ocasiones, había ido a dar en la sombra); y a la salida de la prisión se trasladó a Santiago de Chile, de donde no regresaría más. Su cálida imaginación le hacía fraguar, y esto de sus años juveniles, negocios fabulosos con los que esperaba amasar una gran fortuna (junto a la poesía, fue ésta la gran vocación de Chocano). Y ahora, en Santiago, se dedicó a la acaso más peregrina de todas estas empresas: la búsqueda de tesoros escondidos. Y un obrero chileno, que al parecer se creía víctima de sus engaños, le dio inesperada muerte a puñaladas. Iba en un tranvía.
Buena parte de su obra responde a la ambición de convertirse en el gran poeta épico de Hispanoamérica. A esta vida aventurera se acompaña una obra poética igualmente sostenida por la efusión y la desmesura. Es Chocano, sin duda, el modernista hispanoamericano que más lejos ha quedado de nuestra sensibilidad pues fue la suya una poesía que encarnó, como la de ningún otro coetáneo, esa línea exterior y grandílocua del modernismo que más pronto quedó arrumbado con el tiempo. Se caracterizó por su virtuosismo técnico y sonoro. En rigor, claves suyas fueron algunas actitudes que en principio ocuparon un lugar central en la estética modernista (antes de que ésta comenzara a cuestionarse a sí misma, y a abrirse hacia la más estricta modernidad): el amor a la palabra hermosa, la confianza plena en el lenguaje, el gusto por los ritmos potentes. Mas Chocano estaba dotado de unos robustos pulmones de romántico; pero tal como el romanticismo había sido entendido en la tradición hispánica del XIX, nunca del todo despojada del lastre oratorio de la retórica neoclásica, con lo que todo ello implicaba de una ausencia de lucidez crítica frente al lenguaje y la poesía. Y así este bardo de estro fácil y ubérrimo (bardo es la palabra decimonónica que mejor le cuadra pues los poemas de largo metraje eran en él, parece, cosa de todos los días) llevó aquellas calidades modernistas a un grado notorio de hipérbole y exceso. Y con los instrumentales que de ellos resultaba -la declaración, el énfasis, el tono declamatorio- acarició y practicó la ambición de convertirse en el poeta de América. Y en esta ambición se configura la imagen central de Chocano, y la que de él más se ha sostenido.
Dentro del ambiente modernista, su dependencia de Rubén Darío, quizá tenga más afinidad con Salvador Díaz Mirón, por lo rebuscado de sus formas y, en especial, por cierto tono prevanguardista e intelectualista de sus imágenes. De hecho, hay en Chocano una gran variedad de impulsos y modos: subjetivista y épico, decadentista y exaltador de grandezas históricas hispánicas y americanas, etc.
Fue aquél un ideal querido y buscado, a veces con una impaciencia casi neurótica, en el continente americano: era necesario a toda costa que surgiese -¡al fin!- el poeta del Nuevo Mundo. No parecía poder serlo Darío, según el dictamen acaso demasiado temprano de José Enrique Rodó, y Chocano se lo propuso abiertamente y entró a saco en el arsenal tópico de América: su geografía y paisaje, la flora y la fauna, la historia y la leyenda, los tipos raciales y criollos. Impostó su voz (no le era difícil), puso al servicio de la causa su férrea egolatría romántica, y zarpó temáticamente a las Indias -dice en «Troquel»- como un Colón del verso. De hecho, así se proclamó: Soy el cantor de América, autóctono y salvaje («Blasón»). Hombre se escasa cultura (se jactaba de no conocer francés ni querer aprenderlo para conservarse "libre de influencias extrañas"), identificaba sorprendentemente América y salvajismo, estimulando apócrifas relaciones de nuestra época no consciente.
Hoy sabemos que lo americano, o cualquier categoría de espíritu que abarque un amplia comunidad y un destino histórico, debe buscarse por caminos más secretos y complejos: más sutiles, intuitivos e imponderables -y no por la apropiación mecánica de asuntos y motivos exteriores, en los cuales además no se profundiza. Y podemos ver así el gesto de Chocano, cuando más, como ingenio y equivocado. De todos modos, es de creer que fue sincero; y el encuentro de su egolatría y su asumida temática americanista ha sido descrito justicieramente por Julio Ortega en estos términos: "Muy pronto define [Chocano] su actitud ante la literatura: quiere ser el poeta de un continente, América, y quiere serlo porque en él la persona poética, el insistente yo que desea escribir con mayúscula, se convierte en eje de su poesía, de su idea de la poesía, y porque América le permite desplegar esa primera persona en una dirección en que, pronto, la historia, la raza, el paisaje, confluyen como temas, hacia aquel yo convertido en tema central".
Se han notado las naturales influencias que sobre él ejercieron poetas de talante generoso y retórico: la del mexicano Salvador Díaz Mirón, la no siempre benéfica de Víctor Hugo y la emulación (más que influencia) con Whitman. Pues aun quiso parangonarse a éste último: Walt Whitman tiene el Norte; pero yo tengo el Sur, dijo arrogantemente en un verso que muchos entendieron como su lema. Pero no le fue dable apreciar la diferencia esencial; que sin embargo la crítica posterior sí pudo precisar suficientemente. El suyo fue un americanismo de pasatista: vuelto hacia el paisaje y el pasado indígena e hispánico, hacia lo monumental e inmovilizado. El de Whitman, de una grandeza y universalidad de que Chocano carecía, miraba desde el presente hacia el futuro, y era un americanismo vivo y en marcha. No era pequeña la divergencia.
Este es el Chocano que alcanzó gran popularidad en su tiempo: el de Alma América y Fiat Lux, libros que lanzados desde Madrid le valieron incluso el reconocimiento de hombres preclaros de esos años (Unamuno, Rodó), empeñados en salvar el espíritu de la hispanidad, que se encontraba seriamente agredido tras el desastre del 98. Muchos poemas de Chocano, como el que titulase «La epopeya del Pacífico», responden igualmente a ese empeño; pero quedan sacrificados en nuestra elección (el lector tiene más a mano los que sobre esa misma voluntad construyó Darío, de mayor hondura de intuiciones y superior maestría artística) en favor del aspecto de su obra que sigue siendo más válido y perdurable: la del poeta descriptivo. Chocano nos dejó, en esos mismos libros, numerosas piezas donde visualizó, de espléndido modo, accidentes y elementos de la geografía y la naturaleza americanas. Con pupila precisa y economía verbales propias de un parnasiano, a la vez que con una palabra menos resonante e imágenes en verdad personales y sugerentes, el peruano alcanzó allí lo más resistente de su obra. Y junto a esas piezas (principalmente sonetos), merecen leerse aquellas otras de inspiración más lírica _«La canción del camino» (en algunas ediciones titulada «Nocturno 18»), «Nostalgia» -donde, si no logra una auténtica hondura, al menos depone su habitual diapasón sonoro y se acerca a un decir más ajustado y entrañable. Se entró también, poéticamente, en la problemática socio-económica del indio («Notas del alma indígena»), en una línea que continúa la tradición iniciada en su país por Manuel González Prada. Y en su poesía última intentó ciertamente un mayor lirismo y una dicción menos rotunda; pero, por curioso modo, no asoma allí el rostro más personal del poeta.
BIBLIOGRAFÍA
OBRA POÉTICA
En la aldea (1895). Iras santas (1895). Azahares (1896). Selva virgen (1898). La epopeya del Morro (1899). El fin de Satán y otros poemas (1901).Los cantos del Pacífico (1904). Alma América, pról. de Miguel se Unamuno (1906). Fiat Lux(1908). Puerto Rico lírico y otros poemas (1914). Primicias de Oro de Indias (1934). Poemas de amor doliente (1937). Oro de Indias (1941). Selección de poesías, estudios de J. Parra del Riego, Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y otros (Montevideo, Claudio García & Cía, 1941). Obras completas, pról. de Luis Alberto Sánchez (Madrid, Aguilar, 1954). Las mejores poesías de Chocano, pról. de Francisco Bendezú (Lima, Editorial Paracas, 1956). Antología, pról. y notas de Julio Ortega (Lima, Editorial Universitaria, 1966).
ESTUDIOS CRÍTICOS
Chavarri, Jorge M.: «La vida y arte de J.S.Ch., el poeta de América», Kentucky Foreign Languages Quartely, 3 (1956).
Fogelquist, Donald F.: «J.S.Ch.», Españoles de América y americanos de España (Véase Bibliografía General).
Mariátegui, José Carlos: «Chocano», Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, 3.ª ed., Lima, Amauta, 1959.
Maya, Rafael: «J.S.Ch.», Anuario de la Academia Colombiana de la Lengua, 9 (1941-1942)
Meza Fuentes, Roberto: La poesía de José Santos Chocano, Santiago de Chile, Universidad de Chile, 1935.
Núñez, Estuardo: «Peruanidad y americanidad en Chocano», Revista de las Indias, 46 (1942).
Ortega, Julio: «J.S.Ch.», Figuración de la persona, Madrid, EDHASA, 1971.
Peñuelas, Marcelino: «Whitman y Chocano: Unas notas», Cuadernos Americanos, 15, 5 (1956).
Rodríguez Peralta, Phyllis: José Santos Chocano, New York, Twayne, 1970.
Rosenbaum, Sidonia: «Bibliografía de J.S.Ch.», Revista Hispánica Moderna, 1 (1935).
Sánchez, Luis Alberto: Aladino o vida y obra de José Santos Chocano, México, Libro Mex, 1960.
Sánchez, Luis Alberto: «J.S.Ch.», Escritores representativos de América, 1.ª serie, vol. III (véase Bibliografía General).
Torres Rioseco, Arturo: «J.S.Ch. (1875-1934)», Ensayos sobre literatura latinoamericana, México, Fondo de Cultura Económica, 1953.
Vargas Llosa, Mario: «Chocano y la aventura», Estudios Americanos (Sevilla), 17 (1959).
SELECCIÓN
De Alma América
Blasón
Soy el cantor de América autóctono y salvaje;
mi lira tiene un alma, mi canto un ideal.
Mi verso no se mece colgado de un ramaje
con un vaivén pausado de hamaca tropical...
Cuando me siento Inca, le rindo vasallaje
al Sol, que me da el cetro de su poder real;
cuando me siento hispano y evoco el Coloniaje,
parecen mis estrofas trompetas de cristal...
Mi fantasía viene de un abolengo moro:
los Andes son de plata, pero el León de oro:
y las dos astas fundo con épico fragor.
La sangre es española e incaico es el latido;
¡y de no ser poeta, quizás yo hubiese sido
un blanco aventurero o un indio emperador!
Troquel
No beberé en las linfas de la castalia fuente,
ni cruzaré los bosques floridos del Parnaso
ni tras las nueve hermanas dirigiré mi paso:
pero, al cantar mis himnos, levantaré la frente.
Mi culto no es el culto de la pasada gente,
ni me es bastante el vuelo solemne del Pegaso:
los trópicos avivan la flama en que me abraso;
y en mis oídos suena la voz de un Continente.
Yo beberé en las aguas de caudalosos ríos;
yo cruzaré otros bosques lozanos y bravíos;
yo buscaré a otra Musa que asombre al Universo.
Yo de una rima frágil haré mi carabela;
me sentaré en la popa; desataré la vela;
y zarparé a las Indias, como un Colón del verso.

Los volcanes
Cada volcán levanta su figura,
cual si de pronto, ante la faz del cielo,
suspendiesen el ángulo de un vuelo
dos dedos invisibles de la altura.
La cresta es blanca y como blanca pura:
la entraña hierve en inflamado anhelo;
y sobre el horno aquel contrasta el cielo,
cual sobre una pasión un alma dura.
Los volcanes son túmulos de piedra,
pero a sus pies los valles que florecen
fingen alfombras de irisada yedra;
Y por eso, entre campos de colores,
al destacarse en el azul, parecen
cestas volcadas derramando flores.

Los caballos de los conquistadores
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos y sus ancas
relucientes y sus cascos musicales...
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
¡No! No han sido los guerreros solamente
de corazas y penachos y tizonas y estandartes,
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes:
los caballos andaluces, cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes,
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en la nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras, en los bosques y en los valles...
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Un caballo fue el primero
en los tórridos manglares
cuando el grupo de Balboa caminaba
despertando las dormidas soledades,
que, de pronto, dio el aviso
del Pacífico Océano, porque ráfagas de aire
al olfato le trajeron
las salinas humedades;
y el caballo de Quesada, que en la cumbre
se detuvo, viendo, al fondo de los valles
el fuetazo de un torrente
como el gesto de una cólera salvaje,
saludó con un relincho
la sábana interminable...
y bajó, con fácil trote,
los peldaños de los Andes,
cual por unas milenarias escaleras,
que crujían bajo el golpe de los cascos musicales...
¡Los caballos eran fuertes!
!Los caballos eran ágiles!
¿Y aquel otro de ancho tórax,
que la testa pone en alto, cual queriendo ser más grande,
en que Herían Cortés un día,
caballero sobre estribos rutilantes,
desde México hasta Honduras,
mide leguas y semanas, entre rocas y boscajes?
¡Es más digno de los laurees,
que los potros que galopan en cánticos triunfales
con que Píldora celebra las olímpicas disputas
entre el vuelo de los carro y la fuga de los aires!
Y es más digno todavía
de las Odas inmortales,
el caballo con que Soto diestramente
y tejiendo sus cabriolas como él sabe,
causa asombro, pone espanto, roba fuerzas
y, entre el coro de los indios, sin que nadie
haga un gesto de reproche, llega al trono de Atahualpa
y salpica con espuma las insignias imperiales...
¡Los caballos eran fuertes!
¡Losa caballos eran ágiles!
El caballo del beduino
que se traga soledades;
el caballo milagroso de San Jorge,
que tritura con sus cascos los dragones infernales;
el de César en las Galias;
el de Aníbal en los Alpes;
el centauro de las clásicas leyendas,
mitad potro, mitad hombre, que galopa sin cansarse
y que sueña sin dormirse
y que flecha los luceros y que corre más que el aire;
todos tienen menos alma,
menos fuerza, menos sangre,
que los épicos caballos andaluces
en las tierras de la Atlántida salvaje,
soportando las fatigas,
las espuelas y la hambres,
bajo el peso de las férreas armaduras
y entre el fleco de los anchos estandartes,
cual desfile de heroísmos coronados
con la gloria de Babieca y el dolor de Rocinante...
en mitad de los fragores
decisivos del combate,
los caballos con sus pechos
arrollaban a los indios y seguían adelante;
y, así, a veces, a los gritos de ¡Santiago!
entre el humo y el fulgor de los metales,
se veía que pasaba, como un sueño,
el caballo del Apóstol a galope por los aires...
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Se diría una epopeya
de caballos singulares
que a manera de hipogrifos desalados
o cual río que se cuelga de los Andes,
llegan todos sudorosos,
empovados, jadeantes,
de unas tierras nunca vistas
a otras tierras conquistables;
y, de súbito, espantados por un cuerno
que se hinca con soplido de huracanes,
dan nerviosos un relincho tan profundo
que parece que quisiera perpetuarse...
y, en las pampas sin confines,
ven las tristes lejanías, remontan las edades,
y se sienten atraídos por los nuevos horizontes,
se aglomeran, piafan, soplan... y se pierden al escape:
detrás de ellos una nube,
que es la nube de la gloria, se levanta por los aires...
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

La magnolia
En el bosque, de aromas y de músicas lleno,
la magnolia florece delicada y ligera,
cual vellón que en las zarpas enredado estuviera,
o cual copo de espuma sobre lago sereno.
Es un ánfora digna de un artífice heleno,
un marmóreo prodigio de la Clásica Era:
y destaca su fina redondez a manera
de una rama que luce descotado su seno.
No se sabe si es perla, ni se sabe si es llanto.
Hay entre ella y la luna cierta historia de encanto,
en la que una paloma pierde acaso la vida:
Porque es pura y es blanca y es graciosa y es leve,
como un rayo de luna que se cuaja en la nieve,
o como una paloma que se queda dormida.

El sueño del caimán
Enorme tronco que arrastró la ola,
yace el caimán varado en la ribera:
espinazo de abrupta cordillera,
fauces de abismo y formidable cola.
El sol lo envuelve en fúlgida aureola;
y parece lucir cota y cimera,
cual monstruo de metal que reverbera
y que al reverberar se tornasola.
Inmóvil como un ídolo sagrado,
ceñido en mallas de compacto acero,
está ante el agua extático y sombrío,
a manera de un príncipe encantado
que vive eternamente prisionero
en el palacio de cristal de un río.

Las orquídeas
Ánforas de cristal, airosas galas
de enigmáticas formas sorprendentes,
diademas propias de apolíneas frentes,
adornos dignos de fastuosas salas.
En los nudos de un tronco hacen escalas;
y ensortijan sus tallos de serpientes,
hasta quedar en la altitud pendientes,
a manera de pájaros sin alas.
Tristes como cabezas pensativas,
brotan ellas, sin torpes ligaduras
de tirana raíz, libres y altivas;
porque también, con lo mezquino en guerra,
quieren vivir, como las almas puras,
sin un sólo contacto con la tierra.

Tríptico criollo
1. El charro
Viste de seda: alhajas de gran tono;
pechera en que el encaje hace una ola,
y bajo el cinto, un mango de pistola,
que él aprieta entre el puño de su encono.
Piramidal sombrero, esbelto cono,
es distintivo en su figura sola,
que en bridón de enjaezada cola
no cambiara su silla por un trono.
Siéntase afirme; el látigo chasquea;
restriega el bruto su chispeante callo,
y vigorosamente se pasea...
Dúdase al ver la olímpica figura
si es el triunfo de un hombre en su caballo
o si es la animación de una escultura.

2. El llanero
En su tostada faz algo hay sombrío:
tal vez la sensación de lo lejano,
ya que ve dilatarse el océano
de la verdura al pie de su bohío.
El encuadra al redor su sembradío
y acaricia la tierra con su mano.
Enfrena un potro en la mitad de un llano
o a nado se echa en la mitad de un río.
El, con un golpe, desjarreta un toro;
entra con su machete en el boscaje
y en el amor con su cantar sonoro,
porque el amor de la mujer ingrata
brilla sobre su espíritu salvaje
como un iris sobre una catarata...

3. El gaucho
Es la Pampa hecha hombre: es un pedazo
de brava tierra sobre el sol tendida.
Ya indómito corcel ponen la brida,
ya lacea una res: él es el brazo.
Y al son de la guitarra, en el regazo
de su « prenda», quejoso de la vida,
desenvuelve con voz adolorida
una canción como si fiera un lazo...
Cuadro es la Pampa en que el afán se encierra
de gaucho, erguido en actitud briosa,
sobre ese gran cansancio de la tierra;
porque el bostezo de la Pampa verde
es como una fatiga que reposa
o es como una esperanza que se pierde...

De Fiat Lux
La canción del camino
Era un camino negro.
La noche estaba loca de relámpagos. Yo iba
en mi potro salvaje
por la montaña andina.
Los chasquidos alegres de los cascos,
como masticaciones de monstruosas mandíbulas,
destrozaban los vidrios invisibles
de las chatas dormidas.
Tres millones de insectos
formaba una como rabiosa in armonía.
Súbito, allí, a lo lejos,
por entre aquella mole doliente y pensativa
de la selva,
vi un puñado de luces como en tropel de avispas.
¡ La posada! El nervioso
látigo persignó la carne viva
de mi caballo, que rasgó los aires
con un largo relincho de alegría.
Y como si la selva
lo comprendiese todo, se quedó muda y fría.
Y hasta mí llegó, entonces,
una voz clara y fina
de mujer que cantaba. Cantaba. Era su canto
una lenta... muy lenta... melodía:
algo como un suspiro que se alarga
y se alarga y se alarga... y no termina.
Entre el hondo silencio de la noche,
y al través del reposo de la montaña, oíanse
los acordes
de aquel canto sencillo de una música íntima,
como si fuesen voces que llegaran
desde la otra vida...
Sofrené mi caballo;
y me puse a escuchar lo que decía:
-Todos llegan de noche,
todos se van de día...
Y formándole dúo,
otra voz femenina
completó así la endecha
con ternura infinita:
-El amor es tan sólo una posada
en mitad del camino de la Vida...
Y las dos voces, luego,
a la vez repitieron con amargura rítmica:
-Todos llegan de noche,
todos se van de día...
Entonces, yo bajé de mi caballo
y me acosté en la orilla
de una charca.
Y fijo en ese canto que venía
a través del misterio de la selva,
fui cerrando los ojos al sueño y la fatiga.
Y me dormí arrullado; y, desde entonces,
cuando cruzo las selvas por rutas no sabidas,
jamás busco reposo en las posadas
y duermo al aire libre mi sueño y mi fatiga,
porque recuerdo siempre
aquel canto sencillo de una música íntima:
-Todos llegan de noche,
todos se van de día.
El amor es tan sólo una posada
en mitad del camino de la Vida...
Nostalgia
Hace ya diez años
que recorro el mundo
¡He vivido poco!
¡Me he cansado mucho!
Quien vive deprisa no vive de veras:
quien no echa raíces no puede dar frutos.
Ser río que corre, ser nube que pasa,
sin dejar recuerdo ni rastro ninguno,
es triste; y más triste para quien se siente
nube en lo elevado, río en lo profundo.
Quisiera ser árbol mejor que ser ave,
quisiera ser leño mejor que humo;
y al viaje que cansa,
prefiero el terruño:
la ciudad nativa con sus campanarios,
arcaicos balcones, portales vetustos
y las calles estrechas, como si las casas
tampoco quisieran separarse mucho...
Estoy en la orilla
de un sendero abrupto.
Miro la serpiente de la carretera
que en cada montaña da vueltas a un nudo;
y entonces comprendo que el camino es largo,
que el terreno es brusco,
que la cuesta es ardua,
que el paisaje es mustio...
¡Señor! ya me canso de viajar, ya siento
nostalgia, ya ansío descansar muy junto
de los míos... Todos rodearán mi asiento
para que les diga mis penas y triunfos;
y yo, a la manera del que recorriera
un álbum de cromos, contaré con gusto
las mil y una noches de mis aventuras
y acabaré con esta frase de infortunio:
-¡He vivido poco!
¡Me he cansado mucho!

De Oro de Indias
Notas del alma indígena
¡Quién sabe!...
Indio que asomas a la puerta
de esta tu rústica mansión:
¿para mi sed no tienes agua?
¿para mi frío, cobertor?
¿parco maíz para mi hambre?
¿para mi sueño, mal rincón?
¿breve quietud para mi andanza?...
-¡Quién sabe, señor!
Indio que labras con fatiga
tierras que de otros dueños son:
¿ignoras tú que deben tuyas
ser, por tu sangre y por tu sudor?
¿ignoras tú que audaz codicia,
siglos atrás, te las quitó?
¿ignoras tú que eres el Amo?...
-¡Quién sabe, señor!
Indio de frente taciturna
y de pupilas sin fulgor:
¿qué pensamiento es el que escondes
en tu enigmática expresión?
¿qué es lo que buscas en tu vida?
¿qué es lo que imploras a tu Dios?
¿qué es lo que sueña tu silencio?
-¡Quién sabe, señor!
¡Oh raza antigua y misteriosa
de impenetrable corazón,
que sin gozar ves la alegría
y sin sufrir ves el dolor:
eres augusta como el Ande,
el grande Océano y el Sol.
Ese tu gesto que parece
como de vil resignación,
es de una sabia indiferencia
y de un orgullo sin rencor...
Corre en mis venas sangre tuya,
y, por tal sangre, si mi Dios
me interrogase qué prefiero
-cruz o laurel, espina o flor,
beso que apague mis suspiros
o hiel que colme mi canción-
responderíale dudando:
-¡Quién sabe, señor!



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