lunes, 5 de septiembre de 2011

En La Josefina, se criaban caballos. Eran caballos de airosa estampa, piel reluciente y patas veloces. No bien nacían se les daba trato preferencial para convertirlos en grandes favoritos. Había un afamado plantel de yeguas y varios padrillos con ilustre prosapia. Era justo que salieran futuros ganadores ya que tales productos de la mestización estaban destinados "al deporte de los reyes", aunque en la jerga popular se decía "en La Josefina todos se dedican al deporte de los burros", o si se quiere, en tono de confianza, eran burreros.

El tío Pancho, esposo de nuestra querida tía Maggie era sin duda el más entusiasta. Su vida estaba entregada a esta explotación que no solamente le insumía lo mejor de su tiempo y afanes, también le permitía surtir de excelente caballada a estancias, ferias y hasta la monta de los granaderos.

Adolfo, uno de mis primos, se encargaba de la preparación de los animales destinados a las carreras y el Eleuterio era, según nuestra autorizada opinión, el verdadero doctor "honorís causa" de la doma y el amanse.

Los chicos de la familia nos desvivíamos por participar de los acontecimientos dentro y fuera de La Josefina que tuvieran que ver con caballos y su mundo.

Desde el día del nacimiento, con la consabida anotada en el registro, hasta el momento en que el animal era vendido en subasta o en forma particular, nosotros seguíamos su biografía con mayor interés que el de las figuras históricas de nuestros manuales escolares.

¡Cuánto gozábamos del seguimiento de aquella crianza! Las contingencias del adiestramiento de aquellos pegasos que saldrían a recorrer pistas y caminos demostrando la formidable velocidad de sus patas, el donaire escultural de sus líneas, reviviendo los momentos mágicos de las llegadas triunfales, hasta cuando retirados por el tiempo, pastaban plácidamente, sin apremios, destinados a servir de sementales, como justo premio a sus glorias; el ver crecer a sus vástagos.

Llegar a los boxes, preparar con el Eleuterio la ración de los morrales, ventear la cebada, darles de beber y sacarlos a pasear, eran, para nosotros una ceremonia imperdible.

Veíamos al Eleuterio durante horas, sacarles las cosquillas a los potros, secretearles en las orejas vaya a saber qué palabras indígenas, para que aquella fuerza desordenada y explosiva del animal fuera cediendo hasta convertirse en una escultura viviente, donde nervios y mús­culos se ajusta­ban a movi­mientos de una gracia natural y armoniosa que yo sólo había presenciado en el ballet.

Después venían las exi­gencias de la velocidad, cuando el tío Pancho, cronómetro en mano, discutía con Adolfo lo que convenía hacer luego de las consabidas reflexiones del Eleuterio, siempre tan parco de palabras como certero en sus juicios. Su sangre india, su increíble comunicación con los animales hacían que se tuviese en gran estima su opinión para el veredicto final. El momento de lanzarlo a la pista, como "la gran promesa".

Nosotros, los chicos de la familia, todo lo curioseábamos y escuchábamos. Teníamos nuestros propios favoritos. Con las orejas alertas, guardábamos toda dase de información que registrábamos en esa memoria providencial que tienen las gentes de campo y en especial los chicos a quienes no disipaban ni la calle ni los juegos electrónicos, desconocidos en aquellos tiempos. Nuestros grandes maestros en vacaciones eran la Naturaleza y su oficiante, el Eleuterio, poseedor de la ciencia gaucha y de un natural sentido didáctico.

A los chicos no nos llevaban a las carreras. Esos días reinaba gran agitación en La Josefina. Adolfo pasaba a ser la figura central fuera del caballo. Sería su piloto toda vez que el potro corría su primera carrera. De mis cinco primos, era el más menudo y el mas liviano, de allí su puesto de jockey. Entonces, para mí se graduaba tan alto en mis preferencias, corno un galán de cine.

Partían con el caballo sobre el camión, el resto de la comitiva en un Ford A que sorteaba valientemente caminos y pantanos con una alegre y dicharachera carga masculina. Pero durante la despedida, tía Maggie daba sus parabienes a los que partían, encomendaba al caballo a Phooka, duende que suele convertirse en estos animales ayudándoles a volar, acariciaba y hablaba con "el crédito de la casa", un verdadero ritual de buena suerte. A último momento y casi en secreto, repartía entre sus cuatro muchachones algunos billetes grandes, de ésos que guardaba en el devocionario, para que los jugaran en su nombre a alguna "fija".

Quedábamos en la casa, con alguna visita femenina, y mi madre haciendo conciliábulos sobre el acontecimiento. Como cenábamos sin toda la tropa masculina, tía Maggie dejaba su ofrenda al hada favorita: se trataba de Niamh, la de los cabellos de oro, que poseía un corcel cuyos cascos veloces se deslizaban sin tocar el suelo. En aquellas oportunidades, no le faltaba ni su bocado de torta, ni su vasito de vino, ni su coronita de flores para cuando todos nos fuéramos a dormir. Ésa era una fabulosa manera de obtener la protección para el caballo y su caballero, amén de provocar la victoria.

Allá, en la improvisada pista pueblera, era la fiesta de las fiestas. Las cuadreras eran, en el interior, el jubiloso día en que todo paisano apuesta a las patas de su favorito sus ahorros, el sueldo del conchabo, la plata dulce, venida del juego y también, el sudor dejado en el surco.

La diversión del azar, la destreza de la monta, la picardía y la pasión de aquella gente sin muchos entretenimientos, se volcaba en las patas veloces de los parejeros. Era, sin duda el gran festival ecuestre de aquellos tiempos.

Luego venía el recoger el dinero apostado, dejado en depósito en alguien de confianza, los comentarios jocosos o biliosos según la suerte. Las vueltas de bebidas pagadas por los ganadores, los asados entre carrera y carrera y para coronación del espectáculo algún payador, esa especie de juglar vernáculo que se asentaba, como por casualidad en el ruedo, improvisando sobre los acontecimientos canciones y payadas. Así se daba la nota de arte primitivo en aquel mundo rústico, bravo, de machos.

Al costado de la pista, empanadas, vino, bebidas fuertes y mujeres trajinando con las ventas. A veces otras, más jóvenes, con sus canastas de pastelitos luciendo su belleza de flores silvestres. Envolviendo todo, la polvareda levantada por los parejeros y ese humo del asado, el más contundente de los aperitivos.
Al regreso, siempre a altas horas, la tía sabía, sin siquiera preguntarles, cuál había sido el resultado de las carreras.

Si cada uno, silenciosamente, buscaba el lado del catre: suerte adversa. Si era una pura algarabía, venían sus muchachos a depositar en "la cama grande" de la tía, lo supuestamente ganado. Ella los recibía en camisón y con redecilla en sus cabellos de lino. El dinero obtenido era puesto a buen recaudo una vez contado, en el devocionario, que ella sacaba, como de un tabernáculo, del misterioso "secretaire" del ropero. Y se tomaba mate con comentarios.
Pero si la suerte les había dado la espalda, si los afanes puestos en la monta se habían estrellado con rodadas, malas partidas u otras malas hierbas, como podía ser otro matungo más veloz o con mucha suerte, la atmósfera se enrarecía y el tío Pancho buscaba para el lado de la quinta.

Era el momento de poner en funcionamiento la herboristería del Eleuterio, sus curas ecológicas y según los chicos, el repertorio de palabras de su particular "abracadabra".

El terrible "jaquecón" que le daba la derrota a don Pancho, lo conjuraba con una fresca hoja de repollo que se colocaba sobre la calva. Así andaba, dos o tres días con aquella suerte de gorro vegetal, único específico y analgésico eficaz que podía devolverle la jovialidad genética de vasco entusiasta. Por aquellos días era mejor no hablarlo. Tía Maggie aconsejaba —Hasta que pase la tormenta.

Todo el mundo tenía claro lo que sucedía en La Josefina si el patrón andaba con sombrero de repollo. Cuando las abandonaba y aparecía la radiante sonrisa bajo su bigote, de nuevo brillaba el sol.

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