sábado, 8 de octubre de 2011

TIEMPO IDO DE MI INFANCIA

        En nuestro particular recuerdo de antaño, vengan conmigo a llamar a la puerta de una casa de entonces. Casa típica de labranza, de tu pueblo o el mío en  tiempos de campo y de subsistencia, allá por los 60 y 70, que poco variaba de un lugar a otro.
        Mundo en sí mismo principio y fin de todas las cosas para todos los que la habitaban: Allí se nacía y desde ella se partía al cementerio, dejando un camino de esfuerzo y celebraciones junto a los tuyos.
          Siempre abierta de par en par a una calle y al pueblo pues sus puertas, como mucho,  se entornaban; interminables salidas a la fresca con charlas entre comidillas y el qué dirán. Conocida  por su nombre propio más que por su dirección; el tamaño y los adornos, su número de balcones o ventanas y la calle, la diferenciaban. Eterno minarete  para ver pasar cuadrillas yendo y viniendo a los bancales; viajantes que llegaban con cacharos y novedades; el arrendador o guarda que aparecía para cobrarse  tantas medidas de grano y de uvas a peras, alguna visita de fuera.
            Puerta, tras el pertinente tranco como defensa ante las avenidas de agua y en las que tantas veces me sentaba, con su herraje y adornos; de dos hojas que le hacía ser muy práctica  por ser ventana, paso regulable  de personas o  de animales y carro; con su tranca, cortina, gatera y llave de hierro. Daba paso a la “entrá” con su pica y lavadero y piso preparado para evitar resbalones; enfrente el váter (un simple agujero con un asiento de madera ); escalera a un lado y  enfrente, otra puerta, o pasillo, que daba a la cuadra, huerto y partes agrícolas. Aquella cuadra, normalmente en hondo y escavada en la roca, con su pesebre en  donde no faltaba la bala  de sal y  las estacas de cuernos; encima, el pajar donde guardábamos la alfalfa seca y criaban mis mascotas de entonces: los gatos.
          A continuación, el “descubierto” aparcamiento de aquel carromato y con sus porquerizas y establo para las vacas; árboles antológicos como aquel níspero que fue el más grande del pueblo; pila de leña, gallinas pululando y en un rincón, el logar donde nunca faltaba una caldero hirviendo. Patio éste que denotaba tratarse de una casa grande y que sería mi primer espacio de juego: correteaba entre pilas de paja , me inicié en mi cariño a los animales e hice mis pinitos de subirme a las ramas y cultivar mis primeras plantas. Mención aparte, merece la cocinita que al lado teníamos y que resultaba ser el corazón de la casa; era allí, sin importarnos el estar apretados y ante su chimenea, donde comíamos en familia los días de diario y era un punto de reunión donde se charlaba mientras se preparaba la cena.
          Aquellas edificaciones morunas de paredes “faldegadas” de blanco o  azul, paños interiores alicatados y vigas de madera, tenían hasta tres o cuatro pisos por encima, en un laberinto de rincones y dependencias a los que se trepaba por unas escaleras de históricos  azulejos a los que mi madre daba aceite. En el primero, la sala, aquel comedor oficial que sólo en muy contadas ocasiones se usaba y por el que se accedía al balcón, verdadero escaparate al mundo, donde se colgaba la palma o el mantón al paso de la Virgen. Una gran chimenea con un aparador a un lado y al otro, la cantarera. Una puerta daba al cuarto de la despensa donde se alineaban las jarras conteniendo longanizas y otros productos del mata cerdo; otras, más grandes, llenas con la cosecha de aceite, pilas de botes de conserva y  el “amasador” consistente en una gran artesa donde mi madre amasaba y preparaba  pan y  pastas rodeada de cestas, mandiles y herbario. Al fondo, la alcoba pequeña  donde dormíamos los hijos, con su suelo falto de nivel  y paredes abombadas; allí estaba el arca almacén ropero, dos camas de muelles y colchones de lana, el preceptivo orinal, y separadas por un medio tabique y cortina, la ventanita donde me asomaba cada mañana.
          Otras escaleras, ya más modernas, daban al segundo piso: la alcoba de mis padres. Aún me parece ver el atril con su  palangana, artilugio de aseo por aquel entonces. Un gran cortinaje daba paso a la cama y de las paredes colgaban retratos de boda, santos y  antepasados varios. Al lado, una habitación a la que llamábamos  el “atroz”, conteniendo unos compartimentos donde se guardaba el grano y unas  estanterías de legajos de papeles  oficiales y libros antiguos con los que descubrí auténticos tesoros manuscritos hasta de los  tatarabuelos; pero, no así el famoso ladrillo y debajo el dinero.
          Y arriba del todo la “cubierta”, el último piso con  techo y paredes sin remozar y falto de ventanas por ser el secadero natural de las cosechas que allí iban y venían con las estaciones .Tocaba subir los sacos de maíz, de almendras y algarrobas que después teníamos que desgranar, moler o preparar; también, el despiece del cerdo que allí se embutía o elaboraba; hacer fideos o trabajar el esparto. Había unos “cañizos” en poyetes donde se extendían los productos para su secado y clavos en las vigas donde pendían las sartas de embutido y pimientos secos: era pues, la fábrica artesanal de la casa. Algún que otro trasto daba cuenta de que nos encontrábamos en el desván; un cuartito, el “salador”,  preparado para salar las carnes  y curar los perniles y un ventanuco por el que  se accedía al tejado para remendar alguna teja rota o deshollinar el tiro de la chimenea.
        Y me hace sentir otra vez, el despertar del gallo por la mañana, el tañido de las campanas, los diferentes sonidos del bestiario, a mi madre llamándome, el tacto del almidón y la pana. Revivo el frío de la noche y aquellos miedos infantiles a sus penumbras a la vez que vuelvo a sentir el calor de aquellos momentos tan entrañables de sana  armonía en la que todos a una, bestias y  personas, cumplíamos, sin prisas, con nuestro papel en el lento caminar de la vida.
         Saliendo de ella, otras casas que estaban siempre abiertas y prestas a compartir lo bueno y lo malo al son de una chiquillería y la figura de los  abuelos. Podían faltar los mayores sobre todo cuando las faenas apretaban pero siempre quedaban aquellas manos ancianas que nos animaban entre llamadas de atención e historias que nos contaban.
         Gracias a ella aprendí el guardar para mañana, aprovecharlo todo y conservar; pertenecer a ella y el valor de las cosas; que había un sitio para cada cosa y que todo tenía su lugar y medida … ¡Tantas cosas!  Los sefarditas aún guardan la llave de aquella casa que hace siglos tuvieron que dejar. Por algo será y es que uno no sabe lo que tiene hasta que realmente lo extraña.
         ¡Recuerdos y más recuerdos de aquella infancia!

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